jueves, 17 de enero de 2008

La espera




Habían pasado treinta y un minutos. Ella seguía esperando. Treinta y dos, treinta y tres… Treinta era una cuenta moderada, justa, infame de tiempo para esperar a alguien. Y este…este… tipo no merecía más. No señor. Si se lo repitió el lunes, el martes, el jueves antes de acostarse, el sábado e incluso ese domingo por la mañana. No llegues tarde, por favor.

Y nada. Treinta y nueve minutos después y no llega. Ni atisbo siquiera de que estuviera cerca. Siguió esperando. Miró el reloj por novena vez. Antes, tuvo que limpiar los lentes que se le empañaban por vivir todo junto: la lluvia, el frío y el calor del enfurecimiento por haberse casado con ese señor: Don Impuntual.

Se sacó un guante y sacudió su gabardina, primero la mano derecha, luego con la izquierda. Cruzó los brazos y se volvió a recargar en el respaldo de la banquita. Tenía las nalgas heladas, cómo no se le calentaba mejor ahí que los lentes, los pinches lentes que otra vez, ya se le habían vuelto a empañar. Los volvió a limpiar. Total, lo que me sobra es tiempo.

En un momento, en la banca, su banca, se sentó una mamá con sus dos hijos. La niña, que era a penas un bebé de brazos, dormía profundo; el niño en cambio corría para un lado, saltaba en el charco, saludaba y hacía preguntas. Tontas, como las hacen todos los niños. Se volteó, no quería verse involucrada en el cuestionario. Sabía de sobra que esos juegos eran regularmente interminables e insufribles. Luego de un rato, pasó un camión en el que afortunadamente, se subieron esos tres.

Volvió a explayarse sobre la banca en señal de victoria. Volvió también a su reloj. Cincuenta minutos. Estúpido. Odiaba llegar a esa cantidad de minutos en espera, comenzaba a confundirse. No sabía si continuar esperando o mandarlo al diablo e irse. Eso último le daba una especie de culpa. ¿Qué hacer? Y llegaba siempre a la misma conclusión: nada, seguir esperando.

El frío ya le calaba más que las nalgas. Le dolían las rodillas, la nariz no la sentía y comenzaba a sacar humo blanco al respirar. Maldita sea. La barrera de los sesenta minutos se rompía: una hora, un minuto esperando. Me voy a desquitar con zapatos caros y el domingo que entra, en la comida con sus papás. Se le escapó una carcajada. Pasó otro par de minutos. Tuvo que levantarse, no aguantaba más el frío de la banquita.

Caminó hasta la esquina y divisó justo en la otra al tipo, a su marido. Se apresuró a alcanzarlo, ya era demasiado tarde. Corría. Ningunos zapatos caros, mejor otra dicha. Llegó a la otra esquina. Se abalanzó amorosa sobre su marido. Lo besó en la boca. Oyó entonces a su espalda, como la llamaban: “María, Nena, ese no soy yo, acá estoy. Me estás confundiendo.” Se soltó de inmediato del joven que había abrazado: no era su marido, pero sí estaba más guapo.

Estos pinches lentes que se me empañan. Disculpe.

2 comentarios:

  1. Qué lástima que no uso lentes, eso me daría la libertad de abrazarme a cualquier mujer aunque en realidad no sea época de lluvias ni esté haciendo tanto frío. Buen cuentito, es muy tu estilo, y eso es grato porque no es fácil encontrarlo, ya lo tienes. No se por qué toda esas imágenes del parque, la espera, el frío, los lentes, me recordaron mucho a Nabokov, ya sé, es una fusión de sus novelas. "El hechizero" y "Pnin".

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  2. Carajo... ojalá se empañaran también los lentes de contacto.

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